Después de una breve pausa necesaria, terapéutica y no autorizada por la redacción, regresamos a esta bonita tradición de relatar la tragicomedia nacional con cafecito en mano y desayuno en Besties. Ya saben, ese local donde el pan tiene nombre propio, el café se sirve con activismo y el agua… viene de un glaciar emocionalmente estable.
En esta ocasión se nos unió un personaje nuevo al desayuno: El Conejo.
¿Y quién es El Conejo? Una especie de consigliere de la grilla palaciega, maestro en el arte de administrar reputaciones ajenas y esconder la suya. Dice trabajar como músico callejero, pero lo que realmente toca… son secretos.
Según él, su mejor camuflaje es convencerte de que no existe. Y vaya que lo logra. Tan discreto, que si no llega en su simpática bicicleta plegable, uno juraría que es un holograma patrocinado por la CIA.
El clan estaba completo: El Dálmata, en su mamamóvil disfrazada de testosterona; El Monkiki, derramando soltería en forma de rugido automovilístico; y El Agonías, quejándose desde antes de sentarse, como es su noble costumbre.
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Apenas nos acomodamos, yo ya tenía visualizados mis chilaquiles (sin cecina, porque la dignidad tiene presupuesto). Pero El Agonías no podía con la presión de elegir.
¿Por qué no pides los huevos? —le dije.
Me falta hambre para eso.
Lo ignoré. Porque uno es educado… hasta que no vale la pena.
Fue entonces que El Conejo, sin más preámbulo y con esa voz de quien te va a leer el tarot o confesarte un golpe de Estado, soltó: Como los considero más que amigos, mis hermanos… les concedo una pregunta. Una sola. Del tema que quieran.
Silencio.
El nivel de tensión fue tal, que el mesero se fue sin tomar la orden. La oferta era irresistible, pero el límite era uno. UNA pregunta. A este sabio urbano que sabe quién lava dinero, quién lava imagen… y quién no se lava desde el 2018.
En mi cabeza, el morbo galopaba: ¿Le pregunto por Parkimóvil y su “planificación estratégica” digna de chiste cruel? ¿Por qué movilidad puso zonas de carga en calles donde no hay ni tiendas ni lógica? ¿O mejor hablo del ambulantaje convertido en “franquicia informal” con membresía sindical? ¿Y si me aviento la de los baches? Porque, aunque el subsecretario diga que ya no hay, mi llanta opina distinto.
Como diría la tía Mabe: ¡Pero qué descaro! ¡Jesucristo vencedor!
Y el tío Chocho, con su sabiduría de sobremesa: Es una de las mieles que solo se obtiene cuando se disfruta de lo votado…
Me acordé de una vez, hace años, que escuché a uno de esos personajes decentes, de corbata floja y opiniones innecesariamente largas, decir que la solución a todos los males urbanos era una política de cerotolerancia.
—¿Cero tolerancia tipo Singapur? —le preguntaron.
—No. Cero tolerancia tipo: “Si quieres acabar con el narco, primero prohíbe estacionarte en segunda fila”.
¿Cómo? ¿y eso que tiene que ver? !Todo! respondió. Porque el desmadre empieza cuando permites lo mínimo. Si hoy dejas que alguien se estacione en segunda fila, mañana alguien pone un puesto en la banqueta. Ese mismo, al ver que nadie lo mueve, se afilia a una organización popular que, muy solidaria, le empieza a cobrar una “cuota de recuperación”. Luego, otro se da cuenta de que así gana más que rentando un local formal y se suma a la tendencia. Pronto ya están todos marchando por “el derecho al trabajo digno”, mientras venden elotes fosforescentes y cigarros sueltos. La cosa escala: llegan las licuachelas, luego los estupefacientes para “bajar la peda” y, claro, por salud emocional, aparecen también las damas de compañía.
Hasta que alguien de más arriba (ya saben quiénes) detecta el negocio redondo y decide tomar el control. ¿Cómo lo hacen? Pues como saben: con violencia. A balazos, y justo cuando los niños están saliendo de la escuela que queda a media calle. Una desgracia anunciada, incubada desde la segunda fila… y parida por la indiferencia.
¿Y todo por qué? Porque alguien se estacionó en segunda fila y nadie dijo ni pío. Pero claro, si me cobras 2,000 pesos por estacionarme mal, lo de las licuachelas será solo una anécdota tropical.
Pero eso no deja dinero. Y como dice el tío Chocho: Si nadie gana, nadie cobra.
—¡Pianchini! —gritó El Conejo.
—¿Qué tema vas a querer tratar?
Yo, respondí lo único que podía decir ante tanta densidad filosófica pre-pan tostado:
—Señorita… mis chilaquiles sin aguacate, por favor.
Porque uno viene a desayunar. No a resolver la ciudad.
Alla prossima… e che la vita ti dia tutto quello che ti meriti. Tutto.
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