Pues con la novedad de que esta semana cambiamos el café de siempre por una cantinita de buen ver, de esas donde la botana es generosa y las bebidas, espirituosas. En estos tiempos, y a esta edad, ya no frecuento los lugares de nota—como dice el tío Chocho: “Antes perro callejero, ahora gato casero.” Pero de vez en cuando se antoja una salida bohemia con buenos amigos.
La cita fue en un lugar mucho mejor de lo esperado: nada de puertas de medio marco y vaivén, ni pisos con aserrín tratando de tapar los “pequeños tropiezos” de la casa. ¡No! Pantallas por todos lados con el evento deportivo del momento, ventilación decente, iluminación a media luz y clientela de apellido compuesto, de esos que te recuerdan a las grandes cadenas de autoservicio con lemas como “Por ti cuesta menos”, aunque ahora prefieran decir “Primero los pobres”.
Al llegar a la mesa, uno de mis amigos más queridos —a quien apodamos “El Agonías” porque siempre se queja de algo y hay que rogarle para todo— me suelta, sin filtro:
—Nada de chistes de Pepito, ¿eh?
No supe si hablaba del de los chistes o del de los cuentos… porque uno es puro ingenio, y el otro, puro trámite. Así que decidí no tentar al destino y mejor les conté algo no menos curioso, pero más profundo que los cuentos de Pepito: una historia de ficción con tintes tan reales que dan miedo.
Les hablé de Don David Sala de Aylsa, un personaje que, con modales de buen vecino, está logrando quitarle la chamba a los viene-viene. ¿Cómo? Pintando rayas en la calle, colocando reflejantes y lanzando una aplicación llamada “Parkilana”, operada por un grupo conocido en el argot político como “La Yunta”—no porque siembren, sino porque jalan… pero lana.
La idea, según ellos, es acabar con los gandallas que se sienten dueños del espacio público y dejan el coche estacionado ¡hasta por 12 horas! Como diría mi tía Lore:
—¡Ay, pero qué barbaridad!
La promesa es tentadora: tres horas gratis, claro, si estás bien estacionado. Después, diez bolívares por cada hora extra. Lo interesante (y lo sospechoso) viene con las multas: uso discrecional, no contempladas en la ley de ingresos y supuestamente, destinadas a contratar más policías. Suena a chiste, pero es anécdota.
Mientras lo contaba, los de la mesa me veían como si estuviera narrando un capítulo inédito de Black Mirror versión “última transformación.” Incluso “El Agonías” se animó a comentar:
—¿Y en qué estado, municipio o país permitirían eso? No creo que exista sociedad tan… ¿cómo decirlo? ¿convenientemente ingenua?
Y “El Dálmata” (así le decimos porque sus manchas no son más que cicatrices de guerra), remató:
—Eso te lo estás inventando. Ningún gobierno sería tan rapaz, ni la gente tan cívicamente dormida como para permitir algo así.
Yo solo levanté mi vaso, les sonreí y respondí:
—Claro que me lo inventé… ¿a poco a las cantinas se viene a hablar en serio?
—¡Salud! —gritaron todos, y yo brindé con gusto mientras pensaba:
Pero si la culpa no la tiene el indio… sino el que lo hace compadre.
¿Será que Pepito tiene compadres?
¿El de los chistes? ¡No! ¡El de los cuentos!
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