La justicia es, en toda democracia, el último recurso frente al poder y la arbitrariedad. Por eso, cuando se plantea modificar la estructura y el funcionamiento del Poder Judicial, el país entero debería detenerse a pensar. No se trata de una simple reorganización administrativa o de una cuestión técnica: se trata de un asunto que toca el núcleo más sensible de cualquier república democrática. La propuesta de reforma judicial en México, tal como ha sido presentada, no solo modifica la forma en que se eligen jueces, magistrados y ministros; altera profundamente el equilibrio de poderes y compromete el futuro democrático de nuestro país, afectando especialmente a las futuras generaciones.
Uno de los pilares de cualquier democracia moderna es la independencia judicial. Sin ella, no hay justicia imparcial ni contrapesos reales al poder político. La reforma impulsada por el actual gobierno propone que todos los integrantes del Poder Judicial, desde ministros de la Suprema Corte hasta jueces de distrito, sean electos por voto popular. A primera vista, puede sonar a democratización, pero en la práctica es una forma disfrazada de politización de la justicia. Quienes aspiren a estos cargos deberán hacer campaña, alinearse con partidos, generar clientelas y, eventualmente, pagar favores. Lo que debería ser un proceso de selección basado en mérito, trayectoria y conocimientos, se convertirá en una competencia populista, donde ganará quien tenga más recursos, no necesariamente quien tenga más capacidad o integridad.
Para las nuevas generaciones, esto representa una amenaza concreta. Significa heredar un sistema judicial debilitado, sujeto a los vaivenes electorales y expuesto a intereses políticos. Un sistema donde la ley puede volverse relativa, y donde los derechos individuales podrían depender del color del gobierno en turno. ¿Qué pasará cuando una joven activista quiera recurrir a la justicia frente a una decisión autoritaria? ¿Qué ocurrirá cuando una comunidad indígena busque defender su territorio frente a una gran obra pública? Si los jueces responden más al respaldo electoral que a los principios constitucionales, el daño será irreparable.
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Otro de los riesgos que la reforma judicial plantea para las futuras generaciones es el deterioro institucional. México ha tardado décadas en construir una estructura judicial profesional, imperfecta sin duda, pero con avances importantes en criterios de transparencia, control interno y especialización. La elección por voto popular no garantiza nada de eso, y más bien puede desandar lo ya andado. No hay evidencia en el mundo que demuestre que elegir jueces por voto mejore su desempeño; al contrario, en los países donde esto ocurre (como algunos estados de EE. UU.), el sistema tiende a volverse más partidista y menos imparcial.
La politización del Poder Judicial también tiene efectos sobre el clima de inversión, el estado de derecho y la seguridad jurídica. Para un país que busca crecer, atraer capital, innovar y generar empleos de calidad, es esencial contar con un marco legal confiable. ¿Qué inversionista apostaría por un país donde los jueces pueden ser removidos por razones políticas o donde las sentencias se dictan por presión mediática? Las decisiones de hoy están hipotecando el crecimiento y la estabilidad del México del mañana.
Pero quizá lo más grave es el mensaje cultural que se transmite a los más jóvenes. Esta reforma judicial, lejos de fortalecer la ciudadanía, refuerza la idea de que la justicia puede y debe someterse al poder. Se está institucionalizando la desconfianza, la sospecha y la revancha como principios rectores del Estado. En lugar de educar a las nuevas generaciones en el valor de la ley, el debido proceso, la neutralidad y la ética pública, se les está diciendo que el acceso a la justicia dependerá de quién tenga el micrófono más grande o la base electoral más sólida.
Esto no significa que el Poder Judicial deba permanecer intocable. Hay mucho por mejorar: corrupción, falta de sensibilidad social, opacidad, lentitud en la resolución de casos. Pero esos problemas no se solucionan con fórmulas populistas, sino con reformas serias, técnicas, graduales y bien diseñadas. Requieren mayor inversión en formación judicial, mejores sistemas de control, fortalecimiento del Consejo de la Judicatura, y mayor rendición de cuentas. No con elecciones mediáticas ni revanchas políticas.
Las futuras generaciones merecen un sistema judicial que las defienda, no que las someta. Que proteja sus derechos, que actúe con imparcialidad y que tenga como única guía a la Constitución. Lo que hoy está en juego no es un simple modelo de designación, sino la posibilidad de vivir en un país donde el poder tenga límites, donde la ley no sea rehén de las mayorías, y donde cada ciudadano, sin importar su origen o ideología, pueda encontrar justicia.
Hoy más que nunca, debemos recordar que las instituciones no se improvisan, se construyen. Y destruirlas es siempre más fácil que reformarlas con inteligencia. La historia juzgará a quienes, por acción u omisión, permitieron que se debilitara la justicia. Y si no alzamos la voz ahora, serán nuestros hijos y nietos quienes pagarán el precio.
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